De camino hacia el sitio donde se
preparaba un suculento banquete en su honor, le dijeron que donde se veía el
humo era el lugar de la reunión, pero que ellos se acababan de acordar que
habían dejado el hielo y las bebidas en el carro. Le sugirieron que siguiera
solo y que ellos lo alcanzarían más tarde. Estas personas habían conseguido
tres perros adiestrados para atacar y los habían dejado amarrados por mucho
tiempo. Cuando vieron que el monje estaba solo, le dieron la orden al vigilante
de que los soltara. Rápidamente, los perros furiosos salieron botando baba por
sus bocas, con los ojos chispeantes de rabia y a gran velocidad, hacia donde
estaba el monje. Él, al verlos, aspiró profundamente aire por su nariz, los
miró fijamente a los ojos e inmediatamente empezó a correr a gran velocidad
hacia ellos. Los perros al ver que el monje venía corriendo, frenaron en seco y
huyeron asustados.
La explicación era simple. Los
perros habían sido adiestrados para atacar y perseguir, más no para que los
persiguieran y la única persona que los había perseguido era el adiestrador,
cuando los golpeaba y castigaba, pero eso no lo sabía nadie.
Los organizadores del plan,
totalmente asombrados, se acercaron hipócritamente y le preguntaron al monje
cómo había logrado que los perros se retiraran. Plácidamente, él les respondió:
"Mis queridos discípulos, cuando tengan miedo, mírenlo fijo, corran con
todas sus fuerzas hacia él y el fantasma del miedo inmediatamente
desaparecerá".