martes, 13 de septiembre de 2016

Las gafas de Martín (Cuento para fomentar la autoestima)



  El día que me construyeron supe que yo no era unas gafas cualquiera. Tenía unas varillas de color azul  marino que brillaban con el sol, unas lentes de vidrio fino que me daban un aire elegante, y un puente bien alineado presentando equilibrio, seguridad e incluso me otorgaba un punto distinguido.

Cuando me pusieron en el escaparate todo el mundo me miraba al pasar. Yo les oía como comentaban deseando comprarme, pero no todo el mundo puede llevar unas gafas, así que esperé paciente al afortunado.

 . ¿Por qué no te pruebas estas?

 Dijo una dulce voz una tarde de abril.


Y delicadamente, el empleado de la tienda donde yo siempre había vivido, me cogió y me puso sobre el rostro de un niño que se llamaba Martín.


 - ¿Qué Martín, cómo te ves? Dijo la voz,.


 Pero yo ya no oí nada más. Estaba tan emocionada que no podía creer que ese niño me hubiera tocado a mí.


Ya sabía yo que era unas gafas especiales, pero unos ojos tan bonitos de un rostro tan dulce, no me los habría imaginado nunca.


Martín y yo enseguida nos hicimos amigos. Íbamos a todas partes juntos observando el  mundo y hacíamos de todo juntos: jugar a la pelota con los amigos, ir de excursión, leer un libro o mirar atentamente la pantalla de un videojuego. Fue un tiempo muy feliz, hasta que un día pasó algo que lo cambió todo.


Aquella tarde Martín me dejó en la estantería de la habitación y no me sacó a la calle. Pero no fue la única vez, porque desde ese momento a menudo me escondía en algún rincón para hacer ver que me olvidaba, o me guardaba con prisas en el bolsillo cuando se cruzaba con alguien por la calle.


 -  ¿Por qué lo haces esto?, le pregunté.


  Pero es bien sabido que nadie entiende el lenguaje de las gafas y Martín no me pudo contestar. Debería buscar otra manera de solucionar aquella extraña situación.


Al día siguiente, la madre de Martín lo obligó a llevarme a la escuela y allí lo entendí todo. A la hora del patio, un chico más grande de aquellos que creen que lo saben todo, se acercó a nosotros y nos dijo.


- Eh, pareces un viejo con estas gafas.


 De repente Martín me arrancó de la cara sin decir nada y me guardó en el bolsillo avergonzado.


- ¿Qué haces?  


Preguntó asustada mientras hacía esfuerzos para que con la sacudida no se me aplastara el puente. Pero Martín seguía sin poder contestarme.


En ese momento entendí que Martín se pensaba que tenía que gustar a aquel chico con aires chulescos y antipático, que un minuto después ya ni se acordaba de mis varillas y estaba metiéndose con los zapatos verdes de otro niño y más tarde criticaba el pelo rizado de un chico con sobrepeso.

sábado, 10 de septiembre de 2016

Lo tuyo y lo mío


Cuando la señora llegó a la estación, le informaron que su tren se retrasaría aproximadamente una hora. Un poco fastidiada, se compró una revista, un paquete de galletas y una botella de agua. Buscó un banco en el andén central y se sentó, preparada para la espera.

Mientras ojeaba la revista, un joven se sentó a su lado y comenzó a leer un diario. De pronto, sin decir una sola palabra, estiró la mano, tomó el paquete de galletas, lo abrió y comenzó a comer. La señora se molestó un poco; no quería ser grosera pero tampoco hacer de cuenta que nada había pasado. Así que, con un gesto exagerado, tomó el paquete, sacó una galleta y se la comió mirando fijamente al joven.

Como respuesta, el joven tomó otra galleta y mirando a la señora a los ojos, se la llevó a la boca. Ya enojada, ella cogió otra galleta y, con ostensibles señales de fastidio, se la comió mirándolo fijamente.

El diálogo de miradas y sonrisas continuó entre galleta y galleta. La señora estaba cada vez más irritada, y el muchacho cada vez más sonriente. Finalmente, ella se dio cuenta de que sólo quedaba una galleta, y pensó: "No podrá ser tan caradura", mientras miraba alternativamente al joven y al paquete. Con mucha calma el joven alargó la mano, tomó la galleta y la partió en dos. Con un gesto amable, le ofreció la mitad a su compañera de banco.

—¡Gracias! —dijo ella tomando con rudeza el trozo de galleta.

—De nada —contestó el joven sonriendo, mientras comía su mitad.

Entonces el tren anunció su partida. La señora se levantó furiosa del banco y subió a su vagón. Desde la ventanilla, vio al muchacho todavía sentado en el andén y pensó: "¡Qué insolente y mal educado! ¡Qué será de nuestro mundo!" De pronto sintió la boca reseca por el disgusto. Abrió su bolso para sacar la botella de agua y se quedó estupefacta cuando encontró allí su paquete de galletas intacto.

Cuántas veces nuestros prejuicios y decisiones apresuradas nos hacen valorar erróneamente a los demás y cometer graves equivocaciones. Cuántas veces la desconfianza, ya instalada en nosotros, hace que juzguemos arbitrariamente a las personas y las situaciones, encasillándolas en ideas preconcebidas alejadas de la realidad.

Por lo general nos inquietamos por eventos que no son reales y nos atormentamos con problemas que tal vez nunca van a ocurrir.


Dice un viejo proverbio: "Peleando, juzgando antes de tiempo y alterándose no se consigue jamás lo suficiente; pero siendo justo, cediendo y observando a los demás con una simple cuota de serenidad, se consigue más de lo que se espera”.









domingo, 4 de septiembre de 2016

El Campesino que jugó a ser Dios





Érase una vez un campesino que un día se encontró a Dios y le dijo:  

- Señor, puede que tú hayas creado este mundo y todo el universo pero no tienes mis conocimientos como agricultor. No sabes como tiene que ser la tierra de fuerte para poder alimentar a las personas. Si me dejaras, yo haría que los cultivos fueran fructíferos y acabaría con el hambre que hay.

Ante tal petición, Dios aceptó. Naturalmente, el campesino pidió lo mejor, que la lluvía necesaria fuera ligera, nada de tormentas y siempre un sol radiante. De esta forma  el trigo crecía y el campesino era feliz. Todo estaba perfecto, todos sus deseos para el cultivo eran cumplidos.


Al final del año, el campesino encontró a Dios y le dijo, muy satisfecho:

- ¿Has visto cuánto he conseguido? ¡No habrá hambruna al menos durante  10 años y durante ese tiempo no tendré que trabajar!

Sin embargo, cuando recogió el grano, se dio cuenta de que todos estaban vacíos. Desconcertado, le preguntó a Dios qué que es lo que había pasado, a lo que éste respondió:

- No pediste aves que estropeara el campo, tampoco lluvias fuertes necesarias también para la siembra, ni tormentas. Has eliminado los conflictos, así que el trigo no terminó de germinar.

Moraleja: Los problemas son parte de la vida, nos hacen fuertes, nos convierten en personas resilientes, nos ayuda a crecer. Son necesarias las dificultades.  Los días de tristeza son imprescindibles  como los días de felicidad porque nos permiten superarnos. Por tanto, es mejor no quejarse tanto ni  sentirse desgraciado por las dificultades, estas son oportunidades que nos ofrece la vida para aprender